Parecía un domingo cualquiera, ni rastro de cometas surcando los cielos ni de corderos bicéfalos recién nacidos. Ni una mínima señal de un posible prodigio. Nada. Era uno más de esos domingos que son en definitiva un camión de la basura que arrastra toda la porquería acumulada durante la semana en un detritus de tedio, cansancio y sin sentido. Estamos educados para ir de casa al centro de producción correspondiente y luego de casa al centro de ocio/mercantil correspondiente a gastar los cuartos en un eufemismo de expresión vital y definición personal; soy lo que compro, la ropa que gasto, los muebles de mi casa, los restaurantes en que jalo. Y los domingos, con todo cerrado, ¿qué hacer? ¿coger un libro? ¡Vamos, hombre! ¿Compartir ideas en coloquio? ¡Sin alcohol por medio ni loco! La solución suele ser vagar por el parque como zombies sin rumbo, por inercia, como autómatas, como esos presos que caminan en círculos sobre la piedra, como esas aves que una y otra vez sobrevuelan en su ruta el sitio exacto donde hace mil años asomaba una isla que se tragó el mar, solo porque está marcado a fuego en su ADN, al igual que lo ésta ese apéndice óseo que tenemos en la rabadilla, recuerdo de una pasada cola, y que molesta de cojones cuando te sientas de golpe al raso.
Por suerte están la televisión y el fútbol. Droga de la buena. Si el apagón digital lo hacen los mismos que el AVE a Barcelona y a los presidentes de primera división les da por hacer huelga para que el blanqueo de dinero desgrave, el índice de suicidios dejaría a la juventud japonesa como de lo más optimista, y con la violencia de género ni te cuento: un O.K Corral a cuchillo en cada portal. A Dios gracias nada de esto ha sucedido aún y la humanidad sigue su curso como un alumno repetidor, cansado de oír y hacer las mismas cosas y con la colleja sobre el cogote siempre dispuesta, pero que goza con esas peyas, esas pequeñas gamberradillas y ese aire de superioridad que se traducen en una sensación de rebeldía, de a mí nadie me tose, de yo soy la hostia. De esa vía de escape en definitiva, del resplandor de esa luz que se filtra por las rejas de la celda, de ese fantasma de libertad que uno se pasa la vida tratando de agarrar hasta ese fatídico día en el que el cura cobra el último sueldo a tu salud.
Y de repente, un día cualquiera en tu recorrido trabajo/madriguera, al sacar la cabeza gacha de la boca del metro, te invade un intenso aroma a puro proveniente de un viejo con sendas selvas negras brotando de cada oreja y pantalones color caqui por encima del ombligo. Y ese perfume rancio te traslada de un empujón en el tiempo y el espacio al teatro de los sueños de tu ciudad, a la gente agolpándose en los vomitorios, a los asientos sucios, a los periódicos gratuitos puestos de almohadilla, al sabor de los cacahuetes y al bocata casero, a las celebraciones, a los pitidos, los insultos y alabanzas, al clon de Teresa Rivero de la fila de atrás que no calla, a los desconocidos de al lado que comentan fraternalmente la jugada contigo, al graciosete de voz ronca que oyes y no ves pero imaginas seboso y con serios problemas de circulación sanguínea, al vendedor de chuches que parece salido de un campo de concentración de la guerra civil deambulando con su bata blanca y su caja de cartón por las escaleras de cemento, y tu familia por fin un clan unido en el exabrupto, en el odio y la venganza, y el campo entero es una tribu que ruge sangre cuando los gladiadores autóctonos escenifican el descuartizamiento de los rivales y ofrecen sus sesos a la grada en un maravilloso holocausto caníbal. Y entonces lo sabes, no hay duda, toda tu vida de mierda se concentra en ese instante, notas como el ombligo se te sube a la garganta y una voz clara como la aurora te susurra: "Sí, he vivido", y despiertas en tu realidad cotidiana entre ecos lejanos de guerra, y sonríes al mendigo sin dientes que te pide 20 céntimos para su familia, y no le das nada, pero le sonríes.
Y en efecto, parecía un domingo cualquiera, de esos en que se mezclan la esperanza de que esta semana todo vaya de cara junto con el anhelo de que Irán, Venezuela y Cataluña tomen la iniciativa de una vez por todas y se lleven por delante nuclearmente hablando este maldito planeta.
Fieles a nuestra costumbre de apurar hasta las últimas moléculas de todos los cubalibres que la parroquia abandona en los bares de carretera, así apuramos siempre en la Mandarina Mecánica nuestra presencia frente a los rivales. Tanto que nuestro calentamiento se reduce a un sprint danzarín desde la puerta hasta el campo vuela ropa aquí y allá, con el árbitro y el equipo contrario plantados ya en el campo y criando malvas. Ya es tradición arraigada el que la Mandarina empiece los partidos con algún jugador menos, por consiguiente con todos sus guerreros atrás y especulando en el juego cual inversor yanki la víspera del crack del 29; y más que nada pendientes de las maniobras de aparcamiento de nuestro portero titular Carlos en los aledaños de La Almudena para ser por fin siete en la cancha, que de eso en principio se trata.
Como novedad el debut, tras todos los partidos en blanco, de David, nuestra perla de Torrero, y junto a él asistió nuestra hinchada femenina, su novia, socia number one de la Mandarina. Y ya como cosa habitual, al poco de iniciado el encuentro encajamos el primer gol. La táctica del Cervantes (¿qué nombre es este para un equipo de fútbol?) era al mismo tiempo cobarde y letal, una estrategia que rescataba la figura labrada en los patios de colegio de toda España: el chupapostes o palomero. Este inquilino permanente de nuestra área era un chaval con pinta gitanillo, muy rápido, que más que un regate parecía que en cualquier momento saldría corriendo con nuestras carteras. Eso sí, este pera le pegaba al balón de puta madre, con lo que su juego consistía en colgarle balones desde la otra portería para que el estanquero de Vallecas las enganchara de volea tal como le venían la mitad de las veces, solo le faltaban la cabra y el organillo, y gracias a dios, todas fuera rozando el poste.
De la primera parte poco más que decir. Con el marcador ya en contra, desde el principio avasallamos el marco rival con nuestro desplazamiento cubista del balón siempre repelido por todos los cervantinos atrás en perfecta hilera de futbolín, que parecía aquello un pincho moruno humano, agazapados a la espera de un robo de balón para de seguido lanzarle tal cual la pelota a 40 metros a Farruquito con la misma presteza que se lanza un alijo de hachís al mar con la Benemérita silbando el pito desde la lanchera.
Pero esta vez tanta ruindad conservadora tuvo su castigo. El universo sabe reajustarse a sí mismo, y la única manera de vencer a tanto Orden es con el Caos. Así, al poco de iniciada la segunda parte, el último destello de la explosión de una supernova acaecida 5.000 millones de años atrás, exhaló su postrera estela sobre los acolchados campos de La Almudena en el preciso instante en que Juan, nuestro Javi Moreno, arrojó un centro leproso en el pico izquierdo del área, el defensa lanzó el saludo fascista con el pie al viento tocando lo justo para dejarle la pelota a huevo solo con el guardabayas a Radchenko, quien ejecutó a sangre fría en semifallo, y el esférico, atento ya a los nuevos designios, entró mansamente a gol.
Empatar para la Mandarina era en ese entonces como una victoria, pues nada conocía más allá de esa sensación. Y ya ni te cuento si se empata por partida doble, el éxtasis tal vez. Si en la batalla de Troya los dioses apadrinaban desde el Olimpo a tal o cual bando, un espectador con gafas coloradas para ver películas en 3D podía vislumbrar al Orden y al Caos insultando al árbitro desde sus respectivos banquillos. El Cervantes se volvió a adelantar en una jugada que duerme el sueño de los justos, pero el Caos volvió a equilibrar el encuentro. Balón que le llega al Maestro desde no se sabe dónde, controla de aquellas maneras, le rebota a otro defensa, y Raúl, nuestro Gran Capitán, remata a gol con el alma, más que nada por no poder definir con qué parte tangible remató exactamente. Dos a dos, y cinco minutos para el final, ¿qué más puede uno pedir? Un mundo por delante, nada qué perder, pues nada nunca hemos ganado.
¿Y quién ha dicho que en la Anarquía no hay belleza? ¿No puede una imagen, como la de aquellos libertarios que formaron un pelotón de fusilamiento en el 36 y abrieron fuego contra una estatua de Jesucristo, impactar como un rayo láser en nuestro lóbulo frontal y aplastar todos los cánones estéticos y morales manidos y requetemanidos en un salto al vacío perceptual similar a la Iluminación? Pues eso sucedió señores, eso pasó, trascendimos nuestro ser. Y cualquiera con las susodichas gafas coloradas de 3D pudo haber atestiguado conforme avanzábamos hacia la portería contraria cómo pausadamente nuestra indumentaria naranja se desvanecía, nuestro cuerpo perdía forma y ya solo se nos podía intuir como entes luminosos; nuestro Yo personal reventó en miles de pepitas para fundirse en una unidad universal donde solo el Poder decidió que se arrejuntara: justo en la frontal del área y en el ser anteriormente conocido como Luis, nuestro Matador, quien tras recibir el balón en una combinación con el ser anteriormente conocido como Juan, amagó al defensa en un truco digno de trileros dejando libre el flanco derecho de su Winchester 73, y mandó una onda vital cruzada que desintegró las mallas rivales. El Tercero.
Tal apoteosis nos hizo recobrar nuestras formas originales, aunque debido a nuestra inexperiencia con lo desconocido se produjo un pequeño desajuste y antes que en seres cuasihumanos, o cuasimodos, o lo que ustedes quieran, quedamos transformados momentáneamente en perros callejeros en celo, y como tales unos encima de otros representamos entre jadeos una a una todas las consignas de Mayo del 68.
Y efectivamente, el Caos triunfó, y lo hizo como triunfan los grandes Caos, como lo hicieron en su día la Revolución Francesa o la de los Soviets en su lucha contra el Orden asfixiante establecido, esto es, imponiendo un Orden aún más asfixiante, con lo que las figuras del delantero, el mediapunta y el centrocampista fueron pasados por la guillotina y mandadas a Siberia, y ya en vez de jugadores naranjas se pudo hablar directamente de un gran frontón de cemento armado naranja.
Y sonó el pitido final: 2-3. V de Victoria. La calma fue toda, no hubo ni histeria ni berridos ni ayuntamientos cuasihomosexuales. Lograr lo Imposible, alcanzar la Felicidad, al igual que beber de la fuente del Amado o tocar con la roña de la uñas el Nirvana, no se exterioriza, sino que esa comunión total implosiona, te vacía las vísceras, ahora es el silencio que retumba en las costillas, esa serenidad, esa plenitud, esa mirada cómplice al compañero, pues él, como tú, también sabe. Y esa retirada del campo solemne, sin aspavientos, comentando con lo contrarios entre toses, ruidos de mecheros y estertores los vaivenes del partido, y sabes, sabes que te hablan cortésmente mientras se preguntan cómo coño han perdido contra semejantes desechos a punto de potar el páncreas, pero tú sabes que nada queda dentro para vomitar, que todo ha sido entregado y así mismo todo ha sido recibido.
Y así, con esa aparente desidia, con esa con la que te despides de la gente del curro hasta el día siguiente, así te despides de tus camaradas. Pero no es desidia ni indiferencia ni falta de asimilación de lo inconcebible. Se trata de tu tesoro, de algo sin nombre que recubre de oro tu esqueleto, que resguardará su pureza quietamente en alguna parte entre la aorta torácica y el miocardio. Tu fortaleza inexpugnable, tu rincón que te conecta sin intermediarios con lo eterno, Tú, Yo.
Y vos, ser mundano, te preguntarás: ¿Todo esto para qué vale si no es para mirar a los demás por encima del hombro o canjearlo por puntos para el móvil? Pues sencillamente, sirve para que ese día lejano pero tan real como que el café vale el doble que hace cinco años, ya tú pudriéndote en la residencia de ancianos en la que te han abandonado años ha tus hijos, en la misma que te metieron cuando tras 40 años terminaste de pagar la hipoteca, los mismos 40 años que tardó la seguridad social en atender las dolencias de tu mujer en su pecho que en llegada la fecha la tuvieron que exhumar para al menos rellenar los impresos, en el momento en que tus nietos dilapidan el último céntimo de tus miserables ahorros en una fiesta revival de la movida de los 80, ahí mismo vos, postrado en tu silla de ruedas encharcada en meados, con la pestilencia de los pañales hediondos confundida con el tufo a naftalina, con la baba colgando asquerosa como un badajo hasta la nuez, y de repente, cuando la asistente social está a punto de largarte otro sopapo para que te tragues de una puta vez la papilla, en ese instante único, pueda surgir como un relámpago ese sentimiento tanto tiempo invernado detrás de la aorta torácica y el miocardio y se canalice en un impulso inhumano con el que la agarras del pescuezo, y a sabiendas de que ese será tu acto final, tu adiós definitivo, tú último suspiro, poder acercarla hasta que sus ojos se nutran de tu aliento nauseabundo, y al fin tener el poder necesario para que esa voz clara como la aurora salga de tu boca como un alien y le espete: “No fue un sueño, zorra”.